Me desagradas,
¿en que momento llegaste?.
Te instalaste
ahora eres parte de mi.
Dicen que debería amarte,
como hacerlo de solo mirarte,
me arrincono,
quiero esconderte.
Nadie lo sabe
solo nosotras
y nuestro testigo
el espejo.
Entonces me pides que te vea,
me siento incómoda,
no logro aceptarte,
la blusa negra que te oculta,
lo confirma.
Veme, me susurras con valentía,
te escucho.
Logro mirarme,
mis ojos brillan,
me quedo mirando,
hay belleza en mi.
Una voz dice mírame, y por fin te veo.
Tienes solo nueve años,
estás triste
tu mundo como lo conoces cambiando está,
no lo puedes evitar.
El hombre que tanto amas
está a punto de marchar,
a verdes praderas
donde podrá reposar.
Tienes miedo,
tu mundo va a cambiar.
Te abrazo, nos volvemos una.
Ya no eres tú, ya no soy yo, somos una.
Dejas de temblar,
ahora también tú puedes reposar.
Entonces lo veo, lo siento,
tu dolor, mi dolor,
un río contenido
que se anidó.
Se volvió culpa y vergüenza,
se alimentó de azúcar
confundiéndola con libertad,
se escondió en capas de piel.
Ahí estás pequeña
conteniendo un río destinado a fluir.
Tomadas de la mano
lo vemos su curso seguir,
liberando capa por capa de dolor anidado.
Somos libres.
Nuestro testigo,
el espejo,
le da bienvenida
a la redondez de nuestro cuerpo,
que se muestra
como la montaña al alba.
Libres, amadas, acompañadas.
Por Daniela Flores